jueves, 13 de agosto de 2015

RELATO DE VERANO: LAS PERSEIDAS

“El grosor de una pestaña es la distancia entre lo que queremos y lo que nos asusta.”

La oscuridad le asustaba. No siempre había sido así.

La sola idea de cerrar los ojos le provocaba pavor. Cada noche despertaba empapado en sudor y con la garganta ardiendo, signo inequívoco de que había gritado en sueños.

No quería recordar aquel día, pero cada vez que sus pestañas caían como una pesada persiana sobre sus ojos su mente lo trasladaba hacía el pasado.

El sueño siempre era el mismo…

Se veía a sí mismo. La tenía abrazada por la cintura. La miraba fijamente cuando ella parpadeó, y una de sus largas pestañas rodó hasta su mejilla. El la recogió con la yema de un dedo y se la acercó a los labios.

Antes de soplar dijo:

- Pide un deseo.

Ella cerró los ojos.

Los dejó así un rato, como si jugase al juego de “la confianza”. Ese juego en el que te dejas caer de espaldas para que otro te recoja sin mirar hacia atrás, sin dudar. Confianza ciega… así se sentía cada vez que él la sujetaba entre sus brazos.

Luego de forma misteriosa, dijo:

- Pasado mañana, si vienes al anochecer al lugar dónde nos vimos el primer día, junto al mar, puede que descubras qué he pedido. Y verás algo especial.

El comenzó a inundarla de preguntas y besos. No podía hacer otra cosa. Ella jugaba a cerrar los ojos y dejarse besar.

- Es algo delicado. No puedo garantizarlo, pero si llegas en el estado mental adecuado, lo verás. No se si es sólo una sensación mía, pero tu relación con el mar es muy estrecha y por eso estoy segura que podrás verlo. Sólo cada muchos meses se dan unas condiciones apropiadas para asistir a algo así.

El ladeó la cabeza sin entender bien lo que le insinuaba. Descubrió que hacía tiempo que no le invadía un sentimiento de excitación tan intenso como aquel, así que aceptó.

Ella insistía.

- Es algo precioso y sólo depende de ti.

“Mi relación con el mar…” Cerró los ojos e inmediatamente pensó: “Sí”.

Cada vez que imaginaba el mar ella estaba allí. Siempre llegaba tarde y él la esperaba en aquel lugar mirando el rompeolas. Cuando iban juntos a alguna parte, siempre se separaban cerca de aquel punto. Desde allí partían uno para cada lado.

Tenía que ir.

Un cielo estrellado, maravilloso, adornaba el camino esa noche de primavera. Estaba de muy buen humor. Las palmas de sus manos unidas dentro del bolsillo delantero de la sudadera eran cálidas y de tacto seco. Caminaba intentando sofocar una sonrisa hundiendo la cara en la solapa de la cazadora. Pensó que era extraño lo que sentía en aquel instante, que nunca la había querido como entonces.

El túnel.

El oscuro y torcido túnel se convirtió en el lugar de la despedida. El viento soplaba rugiendo en sus oídos cuando entraron, tanto que ni el casco de la moto que llevaba puesto podía atenuarlo. Se sentía lleno de afecto. Pensando en su relación, habían tenido peleas, amores… Sufrimientos buscando un equilibrio. Pero a pesar de todo habían sido años maravillosos…

Ese día era tan perfecto que temía que acabase.

Luego, cuando despertó en el hospital tres meses más tarde, sólo recordaba una chaqueta negra de piel diluyéndose en la oscuridad del túnel, como el sabor de un helado que se derrite en la lengua… y los brazos de ella aflojándose alrededor de su cintura. No recordaba nada más, las había perdido, a ella y a su pierna derecha…

Muchas veces después deseó haberse quedado esa noche junto al mar. Quería soñar que la atraía hacia él diciendo: “No te vayas… esperemos aquí hasta que ocurra. No soples aún… no hay nada que anhele más que estar aquí contigo…”


No derramaba lágrimas, se sentía vacío. Sentía que ella estaba infinitamente lejos… y que no quería volver a soñar ni pedir ningún deseo…

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